Nota: Este articulo esta excelente para ayudar al superviviente de una situación traumática como un suicidio. Espero puedas compartirlo.
Edu Sáez, CP, CT
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El dolor que experimenta una familia tras la muerte de uno
de sus miembros se incrementa hasta niveles casi insoportables cuando ésta se
ha producido por un suicidio. Las muertes violentas, y en particular el
suicidio, son las más difíciles de aceptar. Se buscan explicaciones, se
pretende encontrar culpables, no se sabe cómo mitigar una angustia que se
muestra aturdidora.
El efecto del suicidio en la familia constituye una
tragedia devastadora que provoca serios destrozos en la vida de los
sobrevivientes, introduciéndoles en un duelo, por regla general, muy
traumatizante y prolongado. Sobre todo en el caso de las madres, al tener más
interiorizado su papel tradicional de cuidadoras, encuentran muchas
dificultades para entender que sus desvelos, sus cuidados, sus intentos de
protección y sus esfuerzos de contención hayan sido ineficaces a la hora de
evitar la tragedia.
Por otra parte, la mayoría de las familias viven
el suicidio como un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que
no les es fácil sobrellevar. Y esto parece ser así incluso aunque desde el
entorno se evite todo señalamiento negativo y se les trasmita todo el apoyo
posible. Así,en ocasiones, se busca enmascarar una realidad extremadamente
dolorosa y se fabrica un verdadero tabú respecto a lo que en verdad le
ocurrió a la víctima, ocultando la causa real de la muerte. No deja de ser una
forma de protección de algo que no se quiere aceptar porque resulta más
amenazante de lo que uno está dispuesto o capacitado para soportar.
Aquel terapeuta que pretenda ayudar a la familia para
superar de manera adecuada el proceso de duelo por un suicidio necesita manejar
una serie de pautas terapéuticas para facilitar la evolución psicológica de los
familiares en las diversas etapas y evitar así la aparición de duelos
patológicos.
Pero conviene entender que no existen panaceas ni remedios
infalibles. Cada ser humano es distinto y reacciona ante un mismo evento de
manera original. Y, por otra parte, es evidente que el impacto no será el mismo
para los hijos del suicida que para sus hermanos, padres o pareja.
Algunos principios generales de intervención inmediata en
los casos de suicidio serían los siguientes:
1.- Acompañar a la familia en algunas
tareas fundamentales:
Reconocimiento compartido de la
realidad de la muerte y del modo como ésta se produjo
(confrontación directa, ritos funerarios, visitas a la tumba…)
Experiencia compartida del dolor y la
pena. Será preciso captar, comprender y respetar la expresión de
sentimientos complejos y contradictorios (ira, decepción, desamparo, alivio,
culpa…) presentes, en mayor o menor grado, en las relaciones familiares tras
haberse producido el hecho luctuoso.
Reorganizar el sistema familiar reestructurando las relaciones para compensar la pérdida.
Abrirse a nuevas relaciones y vivir abiertos a nuevas metas en la vida. En el proceso
de duelo (un año o dos como mínimo) cada estación, cada fiesta o acontecimiento
evoca la pérdida. Habrá que evitar que la idealización del muerto, la sensación
de deslealtad o el miedo a otras pérdidas impida contraer nuevos vínculos o
empuje a abandonar compromisos.
2.-Trabajar para atemperar el sistema
impulsivo y preparar a los más
jóvenes para que sean capaces de tolerar las inevitables frustraciones
que acompañan a toda vida humana. Es importante ayudarles a entender que el
sufrimiento, el fracaso en el logro de objetivos, las contrariedades y los
conflictos son experiencias dolorosas con las que es preciso contar. Deben,
por lo tanto, ser integradas como componentes inevitables de la vida y pueden
ser manejadas de forma constructiva sin dejarse arrastrar por los senderos
sombríos de la autoaniquilación.
3.- Ayudar a la familia para que comprenda que el
suicidio estuvo relacionado con la enfermedad y no con fallos
en los que, inevitablemente, ellos hubieran podido incurrir. Parece que
explicar la muerte por suicidio como un síntoma de una enfermedad mental puede
disminuir el riesgo de la imitación, mecanismo que, según se ha comprobado,
puede inducir a algún otro miembro de la unidad familiar a seguir el mismo
camino que el suicida.
4.- Separar la forma de la muerte del
muerto mismo. J. Montoya Carrasquilla subraya que
en la muerte por suicidio es preciso separar la forma de la muerte del muerto
mismo; hay que rescatar al occiso de la forma en que ha muerto, diferenciar su
vida del modo de morir. Conviene hacer esa distinción para que se produzca el
proceso de sanación. Es preciso hacer aflorar el convencimiento de que lo que
realmente importa no es la manera como murió el ser querido, sino el hecho de
que ya no está. Por lo tanto el trabajo terapéutico de recuperación y de duelo
debe hacerse por su ausencia y no por su modo de morir.
5.- Conocer la estructura global de
la familia y la posición funcional de la persona que muere. Si eso es importante, en general, para todo aquel que
pretende ayudar a una familia, y fundamental para quien se propone hacerlo con
quienes han perdido uno de sus miembros, se convierte en imprescindible cuando
el muerto lo es por suicidio. Pretender tratar todas muertes del mismo modo
constituye un craso error. Fundamentalmente porque no basta con orientar la
ayuda, de acuerdo a nociones corrientes de duelo, a la expresión abierta del
dolor. Es preciso conocer el modelo de relación que utiliza la familia, su
grado de cohesión, el tipo de comunicación más o menos sano que mantienen entre
sí sus integrantes y que mantenían con el difunto, el papel más o menos relevante
que éste desempeñaba, su posible función como mantenedor homeostático de la
estructura familiar, etc., etc…
6.- Ayudar a vencer los mecanismos de
negación. Es importante también que el
terapeuta tenga un buen control de su propia emotividad y acompañe a la familia
para que ésta vaya logando superar sus naturales mecanismos de negación. Parece
conveniente (Bowen) no rehusar términos directos como “muerte”, “morir”,
“enterrar” o “suicidio”, evitando otros menos directos como “el que se fue”,
“el que ya no está”… La utilización de expresiones claras sirven para señalar
que se es capaz de hablar con naturalidad de este tema por más doloroso que
resulte y ayuda a los demás a sentirse cómodos y a abrir sistemas emocionales
cerrados. Los vocablos alusivos pretenden suavizar la realidad de una muerte
traumática, pero contribuyen a la confusión y a no enfrentarse a una dolorosa
realidad que no deja de existir por más que se pretenda edulcorarla o
enmascararla.
7.- Facilitar la expresión de los
sentimientos. Una acción terapéutica
fundamental es permitir la expresión del dolor estimulando sus manifestaciones
sobre todo en aquellos familiares que tratan de mantener un control excesivo
sobre sus emociones.
8.- Priorizar el duelo. En el trabajo con familias que deben abordar duelos
difíciles es importante ayudarles a “priorizar el duelo”, algo así como “establecer
una jerarquía de dolientes” que impida la usurpación del dolor por parte de
familiares que, no siendo los más afectados, tienden, debido a su peculiar
personalidad, a comportarse como si fueran los que más sufren restando
protagonismo y atención a quienes verdaderamente más la necesitan. Habrá
que hacer un trabajo de contención de las personalidades histriónicas que, como
se dice popularmente, desearían ser el niño en el bautizo, la novia en la boda
y el muerto en el entierro. Es importante lograr la solidaridad de toda la
familia para que brinde su apoyo emocional al “doliente priorizado” (padre,
madre, esposo/a, hijos…) incrementando así sus actitudes altruistas y su
disposición de acompañamiento a quien realmente es más menesteroso.
9.- Adquiere una especial importancia el apoyo a la familia respecto al
manejo que ésta debe hacer de los sentimientos de culpabilidad. A
este respecto convendría tener en cuenta:
Que la culpa es una fase habitual
por la que pasan todos cuantos pierden un ser querido. Es conveniente
‘normalizar’ este sentimiento y vivir como algo natural el hecho de preguntarse
qué se hizo mal o qué se dejó de hacer bien.
Que el suicidio, aunque se produjo en ese determinado
momento, pudo también haber ocurrido antes y si realmente no sucedió así en
ello tuvieron mucho que ver los desvelos y los cuidados que generosamente
brindó en su momento la familia. Es este un
aspecto que conviene destacar.
Que si el propio suicida jamás deseó padecer la enfermedad
que le llevó a la muerte, tampoco tiene ninguna lógica cargar sobre las
espaldas de la familia, del médico, del psicólogo o del psiquiatra una decisión
que ni desearon, ni alentaron.
La familia tendrá que entender que no era fácil, ni
posible evitar lo que finalmente sucedió. El ser humano acaba haciendo lo que
desea y nadie se lo puede impedir. No es razonable vivir encadenado al otro
para evitar una posible tragedia. La vida en esas condiciones no tendría
sentido y el simple planteamiento de una situación de esa naturaleza resulta
absolutamente absurdo. Además nadie puede hacerse responsable, de forma
definitiva, de la vida de otro salvo que se trate de un niño o de un demente y
ello con matices y aceptando que, incluso en esos casos, hay circunstancias que
escapan a nuestro control y no son, por tanto, previsibles.
Es igualmente imprescindible tener en
cuenta un contexto más amplio que el de la propia familia. Es éste un principio
desculpabilizador que permite entender, por una parte, que toda persona es
libre y responsable de sus actos y, por otra, que la matriz social en la que
una persona toma sus decisiones no está constituida exclusivamente por el
entorno familiar.
Será también fundamental trabajar todo lo referente al
complejo mundo de los límites que las familias muy aglutinadas o fusionadas
tienden peligrosamente a diluir. Eso facilitará la comprensión de un “sí-mismo”
independiente y la responsabilidad de cada uno frente a ese “sí-mismo”. Habrá
que aprender a aceptar que cada uno es dueño de su propio destino y señor de
sus propias decisiones. Por lo tanto, el amor y la proximidad afectiva no
implican que uno deba sentirse corresponsable, y mucho menos culpable, de las
conductas que uno desaprueba en aquellos a quienes ama.
Un último recurso sería procurar que el culpabilizado caiga en la cuenta de que él
no le inculcó, en ningún caso, la idea suicida, ni le facilitó los medios para
ejecutar el suicidio, sino que, por el contrario, se esforzó por modificar su
manera de ser, le aconsejó lo mejor que pudo y sufrió y padeció a causa del
carácter difícil del difunto.
Tomado de Internet (10 marzo 2015) http://www.cuidatusaludemocional.com/2013/05/como-ayudar-la-familia-de-un-suicida.html